La casa la han hecho con sus manos y con
los materiales que da la tierra, así como la hicieron sus abuelos y los abuelos
de sus abuelos, siguiendo una ya larga tradición. Nada se deja al azar, nada se
hace a lo loco, todo tiene un sentido, una finalidad, una razón de ser. Sólo la
sociedad de consumo nos retaca la vista con líneas inútiles y objetos que
siempre salen sobrando.
Las casas son un poco de tierra más dentro
del paisaje de tierra, de aire en el aire, de agua sobre el agua. En nada se
distinguen del lugar en que yacen porque podrían ser montaña, lago, palma,
barro.
El ajetreo de la vida diaria se estrella
contra las paredes de palma, de bambú, de adobe, de paja, de varas enjarradas
con lodo que los hombres pulen hasta dejarlo lisito como piedra de río.
Redondo es el cántaro, redonda es la
fuente, también las estructuras son circulares; los techos se trenzan como el
pelo de las mujeres y se van girando una y otra vez sabiéndose interesados en
lo mismo: acabar la casa, cobijar a los suyos.
El viento baja de las montañas y las casas
lo atajan. Las tablas grandes han sido sacadas de un solo árbol cortado a mano
con hacha. La misma mano que las ensambla recurre a grandes clavos de madera,
remaches, cuñas que aprietan porque son del mismo palo. En el frío de la sierra
ninguna casa es más caliente.
El trabajo en común se hace platicando y
así ni se siente el cansancio. Todo se vuelve fácil estando con los otros: liar
la palma macizo a que apriete bonito, trenzarla mojada pa´ que amarre fuerte…
Al atardecer es bueno sentarse para no tentar a Dios, oriarse pa´ que el sudor
no cale y echarse un alguito de trago, tantito así nomás.
Los muros resguardan las tragedias, los
gustos, el tedio, el silencio, la esperanza de sus habitantes. Pero no se vive
de puertas para adentro; las tareas se hacen afuera. Bajo el pórtico hilan las
mujeres, desgranan el maíz, cardan la lana, vigilan el juego de sus hijos.
Desde allí también miran el campo y cómo se acerca la tormenta.
En el arte popular no hay regla; por eso
la habitación es más libre: ninguna academia dicta ordenamientos, las ventanas
también pueden no abrirse taponadas por varas o bambués y sin embargo, los
moradores lo ven todo a través de las rendijas de luz. Mudos, espían el
espectáculo rayado de la vida.
El
único tesoro es el grano y para él el coscomate redondo, triangular, macizo. A
veces el cuarto de cocinar es una extensión de la casa; a veces también, el
horno de pan hecho con piedra y barro es una bendición. Inmóvil la casa,
inmóviles sus habitantes. ¿Para qué moverse si la tierra lo hace sola? Si la
tierra le da la vuelta al sol, aguardan a que regrese; sienten sus rotaciones
en cada año que pasa, y en cada hijo que crece, se despide y se va.
¿Y si le pido a Dios que me haga el
milagro? Si le hago su fiesta, si soy mayordomo, si le compro su gruesa de
gladiolas… Yo voy los domingos pero el padre no viene. Dice que está muy lejos…
Bajo sus jóvenes piernas se extiende el puente que las lleva de un punto al
otro, desde sus años niños hasta su destino incierto, desde su origen primero
hasta su origen fatal, de una orilla a la otra.
La muerte es sólo un montón de piedras que
se van desmoronando y desde la primera fila del osario los muertos contemplan a
las otras piedras: las del sol, las que todavía reciben la luz y la proyectan,
las que son parte del trajín de los hombres, su afán, su diario amanecer.
Elena Poniatowska
Instituto Nacional
Indigenista 1980